En el libro “Por el camino de Santo Domingo y otras evocaciones” (2015) el historiador Roberto Castro relató la llegada del tren a la estación nuevejuliense el 25 de noviembre de 1883. La publicación cuenta con ilustraciones de Graciela Gómez Sala.
EL TREN
Eran las cuatro de la mañana cuando Juan concluyó su sueño. El mismo había estado cargado de nerviosismo; lo había conciliado muy de medianoche cuando logró vencer momentáneamente la ansiedad que lo venía acompañando desde hace unos días.
Había estado en el pueblo a mediados de aquel mes de noviembre de 1883 y mientras realizaba las compras mensuales y algunos trámites, se había enterado de lo que estaba por acontecer. El ferrocarril llegaría al 9.
En la panadería de Carballeda, en la esquina de Buenos Aires y 25 de Mayo, le contaron que los rieles estaban cerca.
—Parece que antes de fin de mes, tendremos el ferrocarril por aquí —le había comentado el almacenero que también era el panadero—. Si querés, llegate hasta los álamos de la calle 25 de Mayo al fondo y ahí podrás ver las vías que ya llegaron.
Juan, dejando la mercadería comprada en el sulky, desenganchó su overo negro del carro y montándolo en pelo se llegó hasta el lugar. Era cierto, las vías del ferrocarril habían llegado al nueve.
Vivía el joven en una chacra cerca de los campos de los Coliqueo como a siete leguas del pueblo en compañía de sus padres ya bastante mayores.
—Mire padre, ando con ganas de irme hasta el pueblo. Ayer pasó Don Tejerina y me contó que el domingo llega el ferrocarril a 9 de Julio. Va a estar bueno, además habrá baile en la municipalidad —dirigiéndose a su padre, había dicho Juan, el viernes.
—Bueno m’ hijo, me parce bien que se divierta un poco. Trabajá tupido en la chacra y lo tiene bien merecido. Creo que su madre no se opondrá. Vaya acomodándose nomás.
Contento por haber logrado el permiso de sus progenitores, Juan empezó prepararse y a preparar su overo para salir tempranito, el domingo, con rumbo al poblao.
Eran las cuatro de la mañana cuando el muchacho medio engalanado, pues parte de sus pilchas de salir llevaba colgadas a los tientos de su recadito, humilde pero bien presentado con el que ensillaban su overito relustroso. La ropa de fiesta bien dobladita, los zapatos de charol, que con tanto sacrificio había podido llegar a comprar, y su sombrero
cepillado que reemplazaría la boina vasca con que se cubría.En la fonda del pueblo, cuando llegara, se podría cambiar para asistir a los festejos.
Transcurrió la tranquera y fue cuando se inclinaba para cerrarla que escuchó:
—Buen día Juan, ¿vos también vas para ver la llegada del tren? —era la voz de los Tejerina que se le aproximaron y no se había dado cuenta, pues el sol, ni mirar de asomar.
—Si, así es.
—Si querés viajamos juntos. Tenemos un buen tirón.
—Muchas gracias, don Florentino.
La chacra de Juan y sus padres estaba en el Cuartel VIII del Partido de 9 de Julio. Los Tejerina tenían la suya alambre por medio.
Aún en las penumbras, un charret cargado de familia y un overo montado, partieron para el sur, con rumbo al pueblo.
El amanecer del nuevo día no estaba lejos. Los días eran largos, más templados. Los viajeros rumbearon para el sur.
Ese domingo 25 de Noviembre se presentaba con un cielo henchido de estrellas presagiando un día bello en los andenes de la Estación Once. Dos formaciones se alistaban enfocando, por sobres los rieles, el Oeste.
Entre vapores y bufidos de las bestias de acero que se aprestaban a partir, la comitiva fue instalándose. Eran las cuatro y media de la mañana, ya estaban en horario de partida hacia un nuevo destino de la Línea del Ferrocarril Oeste.
De a poco habían ido llegando y abordando los pasajeros que formarían la comitiva que acompañaría al Gobernador de la Provincia, el Dr. Dardo Rocha. Con él, su ministro Don Faustino Jorge, el Presidente del Directorio de la Compañía del Ferrocarril Oeste con varios de sus miembros, legisladores provinciales, secretarios, subsecretarios y directores de la Provincia.
El tren principal estaba conformado por dos espaciosos coches que funcionaban como salones de primera clase, dos coches-cama, un reservado, uno de reunión y dos de esos que normalmente se les llamaba “gallinero” (o sea que privado de todo tipo de lujos), albergaba a pasajeros que lo harían en segunda clase. En uno venía la Banda de Música Provincial, en el otro personal y todo lo necesario para que la “Confitería del Águila” cubriera el servicio de catering.
A las 4 y 30, el tren iniciaba su viaje inaugural. Su destino, 9 de Julio, una nueva estación en su ramal que continuaba creciendo hacia el oeste de los llanos pampeanos.
No estaban lejos “del 9”, cuando los viajeros provenientes del Cuartel VIII se detuvieron a descansar un poco.
—Vení Juan –, dijo la señora de Tejerina –. Acercate y probá un bocado. Tengo unas tortas fritas y un poco de fiambre.
—Gracias, señora. Colaboro compartiendo un traguito de un porrón de ginebra que me alcanzó mi padre antes de partir.
Los viajeros detuvieron su marcha por un momento.
La comitiva férrea, almorzó en Mercedes. Como era de esperar, el Gobernador y sus integrantes fueron agasajados con toda clase de manjares apropiados para ser obsequiados a tan ilustre visitante. El plato principal fue un exquisito asado con cuero.
El gobernador pasó al coche dormitorio dispuesto a tomarse una siesta.
—Avísenme cuando nos aproximemos a Olascoaga —Pasaron sin detenerse por Chivilcoy y Bragado.
—Señor Gobernador, estamos llegando a Olascoaga.
En Olascoaga, mientras las dos formaciones se unían y engalanaban para llegar triunfalmente a 9 de Julio, asomado por una de las ventanillas, el Dr. Rocha saludó a gente de la Tribu de Raylef que se acercó con ese fin. Reiniciaron la marcha. Al frente marchaba la locomotora engalanada con banderas y escarapelas argentinas y guirnaldas de colores.
Juan y los Tejerina habían llegado a la plaza Belgrano y ante el nerviosismo de los pobladores que, sin tener seguridad hablaban de la inminente llegada del ferrocarril, prontamente se dirigieron por la 25 de Mayo al lugar que funcionaría como nueva estación, allá al fondo de la calle, donde asomaban los álamos.
Entre los mismos, se había levantado un gran tablado y un palco que pronto recibía a la comitiva inaugural.
A eso de las dos de la tarde, del lado de Olascoaga, se empezó a escuchar el estridente pito y el sonar de la campana que anunciaba la tan ansiada y triunfal llegada de la formación.
Entre vapores y estrepitosos sonidos, entre dos hileras de paisanos bien montados y empilchados, que flanqueaban el convoy alborozados, tarareando y animando sus pingos, gritando y arrojando chambergos al aire como señal de júbilo, apareció la engalanada locomotora.
Chirridos de la ruedas de fierro… Chispas saltando de los rieles… El tren había llegado al 9.
Llegaba el progreso.
Los recibió una casilla de madera que oficiaba de estación y que pronto sería suplantada por una construcción más importante.
El reciente nombrado jefe, seriamente ataviado de traje gris y una enorme gorra de amplia visera, se acercó a la escalinata por la que descendería la comitiva inaugural. La campana, ahora de la estación, sonaba.
Aplausos y vítores acompañaron el descenso de los ilustres visitantes. Seguramente alguno derramó una lágrima. Juan y los Tejerina estaban allí. Entremezclando su asombro por lo que había visto llegar y su emoción, Juan aplaudía, gritaba y revoleaba su poncho.
Prontamente treparon las autoridades al palco de honor. La máxima autoridad local, el Juez de Paz, Don Avelino Cabrera, dio la bienvenida al gobernador y su comitiva que entre aplausos clamorosos del pueblo se fueron ubicando.
Estaba lo más granado del pueblo. El Comandante Militar Blas Tobal, el Cura Párroco Manuel López Pérez, Pastor Dorrego, Doroteo Plot, Hermenegildo Verdera, Ramón Monteverde, Claudio Orbea, los hermanos Dennehy y muchos más. Lo más arraigado del vecindario, comerciantes e industriales. Había gente de 25 de Mayo, de Bragado y de Bolívar. Estaba todo el pueblo.
Inició el acto el señor Presidente del Ferrocarril Oeste resaltando la importancia y la magnitud de la obra realizada y la inversión de capitales, el valor que los campos
tomarían a partir de ese momento y el acercamiento que tendría la producción agrícola – ganadera a los centros de consumo capitalinos revalorizándose y agradeciendo por haber sido partícipe de este engrandecimiento y progreso del país.
No tardó en responder a este discurso el señor Gobernador resaltando los beneficios que la obra aportaría a los campos de la zona.
Ambos oradores fueron ovacionados y aplaudidos frenéticamente. A su término la Banda Provincial ejecutó el Himno Nacional entonando sus estrofas ante todos los presentes en total recogimiento.
Una vez finalizados los discursos, el mandatario, su comitiva, las autoridades locales y el pueblo en su totalidad, emprendieron una caminata por la calle 25 de Mayo con rumbo el centro del pueblo.
La plaza los esperaba engalanada con banderas, las campanas de la iglesia que sonaban a júbilo, bandadas de palomas asustadas que se elevaban, como agasajando las procesión.
El salón de recepciones de la Municipalidad abrió sus puertas y agasajó a los visitantes con un fastuoso lunch, del cual seguramente habría sido participante en su preparación, el personal de la Confitería “Del Águila” aportando exquisiteces para el paladar de los presentes.
Juan, se quedó en la plaza observándolo todo.
Una vez finalizado el lunch, la comitiva oficial cruzó la calle Libertad y, franqueando la hilera doble circundante de eucaliptos, llegó hasta el centro, hasta la Réplica de la Pirámide de Mayo, punto neurálgico del pueblo. En breve caminata el gobernador y su séquito, hicieron una recorrida visual de los alrededores. Dos años antes, el Dr. Dardo Rocha había pasado por 9 de Julio, cambiando caballos en
la Posta de Verdera camino a Pehuajó, a dónde se dirigía para colocar la piedra fundamental de aquella población. El tren llegaba hasta Bragado.
A las cinco de la tarde la comitiva retomó la 25 de Mayo llegando a la estación. La formación ya había dado vuelta enfocada en nuevo rumbo. La comitiva abordó los vagones. Iniciaba su regreso a once. En seis horas estarían en el punto de partida.
No bien entrada la noche, cuando las luminarias a kerosene que rodeaban la Pirámide central de la plaza, negocios y casas de familia imitaban su encendido,
parte de la comitiva que había quedado, se trasladó al “Hotel de Comercio”, donde las autoridades locales la homenajearon con una cena.
Juan estaba cambiado, esperando la apertura del municipio. Sombrero en mano, zapatos de charol brillantes.
Las puertas del palacio comunal se abrieron, el salón de recepciones engalanado e iluminado a velas y farolas recibió al pueblo. El baile había comenzado. Gente de to-
das las edades del pueblo, del campo y de pueblos vecinos empezaban a gozar de la máxima diversión de esos tiempos.
Las jóvenes nuevejulienses vestían sus mejores galas exaltando sus bellezas. Los muchachos de ojos desorbitados no tardaron en buscar pareja a los sones de algún vals.
Por ahí andaba Juan reboleando las tabas.
La fonda ya estaba casi cerrada cuando cayó Juan a cambiarse.
Nuevamente de alpargatas y batarazas, montó su overo y con su traje bien dobladito y sus zapatos de charol atados a los tientos del recado, se encaminó a su casa. Los Tejerina se habían ido temprano, los chicos se habían cansado mucho y había que madrugar.
Cuántas cosas tendría Juan para contar a sus queridos padres. Seguramente habrían encerrado las lecheras que el al otro día debía ordeñar.
El overo rumbeó sólo para la querencia, sobre su lomo, un paisanito soñaba con esos ojos negros que lo habían cautivado durante el baile.
– Roberto Gabriel Castro