Este artículo no constituye un análisis crítico alrededor de la pandemia del coronavirus.
Tampoco pretende sentenciar que las soluciones deberían pasar por tal cual estrategia o medida.
Sí se trata de bosquejar un mapa de posibilidades que propicien el pensamiento y la reflexión sobre una pandemia que desafía una serie de categorías sanitarias, económicas, políticas y existenciales.
El pensamiento cartográfico
En “seis sombreros para pensar” un libro clásico libro sobre management de las ideas, Edward de Bono propone el uso del pensamiento cartográfico como alternativa al pensamiento argumentativo. En el último el fin es arribar a una certeza y/o ganar un debate. En el primero se trata de elaborar un mapa de la situación.
Un proceso dinámico e incierto
En su conferencia del 20 de marzo, cuando anunció el inicio de la cuarentena, el Presidente Alberto Fernández lo expresó de modo simple y contundente: la evolución del problema del coronavirus es dinámica.
Luego de casi 45 días, que ya parecen una eternidad, esa apreciación presidencial cobra plenitud.
Al margen de que —en primera instancia— las acciones realizadas por el Gobierno vengan resultando exitosas, lo cierto es que la naturaleza de la situación obliga al permanente ejercicio de actuar y monitorear sobre los cambiantes escenarios donde confluyen la realidad del virus y las acciones encaminadas a contrarrestarlo.
Lo que aprendimos sobre el coronavirus en poco tiempo
A modo de curso acelerado incidental, durante la cuarentena hemos aprendido sobre temas como naturaleza del coronavirus (incluyendo su denominación técnica de COVID-19), cuidados personales, poblaciones de riesgo, curvas exponenciales simples y aplanables, ratios temporales de duplicación, coeficientes de contagio viral, coeficientes de letalidad, testeos rápidos basados en kits de diagnósticos serológicos distintos a los hisopados PCR, etc.
Aprendimos también lo que han realizado o no realizado otros países para el tratamiento de la pandemia junto a algunos de sus resultados parciales.
Nos enteramos entonces de noticias tales como que en el Reino Unido se arrancó fracasando al haber apostado al principio de la inmunidad del rebaño (que prescribiría algo así como no hacer demasiado para enfrentar la pandemia porque en algún momento la población terminaría mayoritariamente inmunizada); que en EUA no se adoptó la cuarentena aunque sí un quizás tardío aislamiento social; mientras que Corea del sur fue eficiente al aplicar la estrategia “Bali, Bali” (rápido, rápido) basada en un sistema de testeo masivo de detección y la inmediata aplicación de un inteligente monitoreo tecnológico orientado a identificar y aislar a los contagiados en un fino nivel de capilaridad.
La naturaleza dilemática del coronavirus
La naturaleza dilemática del coronavirus emergió casi inmediatamente con su aparición. Y, como la pandemia misma, aún no se resolvió.
Según el diccionario de la RAE un dilema es “una situación en la que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas”. Luego, de modo acaso críptico para un diccionario,
se agrega: “Argumento formado por dos proposiciones contrarias disyuntivamente, de tal manera que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrada una determinada conclusión”
Haciendo un superficial repaso lógico-epistemológico quizás se alcance a intuir la filiación común entre los dilemas y las paradojas: “Si hago esto, es claro que debería haber hecho lo otros.
Pero si hiciera lo otro, es obvio que debería haber hecho esto” Entonces ¿qué debería hacer?
El psicólogo Kurt Lewin lo había formulado a su manera cuando clasificó tres tipos básicos de
conflictos:
1. En el conflicto doble positivo, se trata de elegir entre dos bienes igualmente apetecibles.
2. En el conflicto doble negativo, se debe optar entre dos males igualmente horribles (el decir popular no podría ser más elocuente cuando grafica aquello de “estar encerrado entre la espada y la pared”)
3. Finalmente, en el conflicto ambivalente hay que decidir entre dos situaciones, cada una de las cuales encierra bienes y males en proporciones difíciles de discernir.
Preservar la vida o salvaguardar la economía: radiografía de un dilema
Quizás la literatura sea una fuente más dramática para graficar la naturaleza de los dilemas decisorios: El príncipe Hamlet y el genio de Shakespeare nos lo recuerdan en el célebre: “¿To be or no to be?”, “¿Ser o no ser?”.
Parafraseado al ámbito que nos ocupa aquel dilema existencial asume ribetes menos rimbombantes aunque más concretos: ¿Hacer o no la cuarentana?; ¿Abrirla ahora o no?; ¿Gradualismo o aperturismo amplio? (¡las ironías de la política!), ¿Cuarentena optativa o cuarentena inteligente?
Ciertamente, desdramatizar el dilema equivale a transmutarlo en algo que aparece como resoluble.
Adicionalmente, asumir una disyunción como resoluble supone despojarla de su esencia dilemática.
Lo anterior conduce a un par de conjeturas:
La primera refiere a que los líderes, sea por necesidad o por vocación, tienden más a tomar decisiones (acertadas o no) que a asumir y/o sucumbir a los dilemas.
Por estas pampas, el presidente Alberto Fernández lo enfatizó sin vacilaciones: “Si el dilema es la economía o la vida, yo elijo la vida.”
Para luego reforzar su mensaje con otras sentencias de similar semántica pero diferente resonancia: “De la economía se vuelve, de las muertes no”; “Una economía que cae se levanta, pero una vida no”; “Elegí salvar vidas sabiendo que vamos a pagar un costo en la economía” o “Prefiero tener 10% más de pobres y no 100 mil muertos en la Argentina”
En otros términos, las sentencias del presidente Alberto Fernández quizás puedan sintetizarse en términos de una drástica inversión de sentido del viejo refrán popular “Pan para hoy y hambre para mañana” para entonces convertirse en “Vida para hoy, aunque haya hambre mañana”-
La segunda conjetura alude a que —al margen de su dimensión real— los dilemas anidan en las mentes de quienes se los plantean como tales. Esto encierra una sutileza que podría quedar inadvertida: por definición los dilemas no suelen padecerlos quienes tienen “certezas” sobre lo que debería o no hacerse, sino los observadores externos que asisten a certezas contrapuestas.
En ejercicio especulativo, podrían postularse cuatro grupos arbitrarios de personas, a saber:
1. Quienes no dudan sobre la necesidad de la cuarentena.
2. Quienes están casi convencidos respecto de que la cuarentena es un remedio peor que la enfermedad.
3. Quienes aunque dudan acerca de la posibilidad de dirimir sobre el fondo de la cuestión creen que, a falta de certezas, se debe primero —en el orden de lo manifiesto— atender a las urgencias; pero también —en el orden de lo conjetural y lo verosímil, y quizás simultáneamente— consideran necesario ir bosquejando de modo prudente e inteligente la salida de la cuarentena y la apertura de la economía.
4. Quienes simplemente ejercen el sabio o vano beneficio de la duda.
Los “cuarentenistas” (grupo 1) entienden que es necesario enfrentar el coronavirus, aun a costa de poner en riesgo la economía. Entre sus argumentos se invocan causas ético-morales (el valor de la vida tiene mayor relevancia que la economía), sanitarias (hay que arbitrar los medios para que el sistema de salud no colapse) y utilitarias (¿de que valdría activar la economía abriendo fábricas si la cantidad de contagios en su interior obligaría pronto a cerrarlas?).
Por su parte, los ecónomo- aperturistas (grupo 2) nos invitan a pensar que a la larga los perjuicios de la economía de cuarentena serán mayores que no haberla realizado. Calculan que los acumulados negativos a mediano y largo plazo producto del eslabonamiento causal de la crisis económica derivada, tales como aumento de índices de pobreza, hambrunas, desempleo, mortalidad infantil, violencia social, depresiones, suicidios, etc., sumados al aumento ya consumado de enfermedades generadas por desatención selectiva, etc., determinarán que — en última instancia— el remedio de la cuarentena será más grave que la enfermedad misma del coronavirus.
De modo simplificado los ecónomo-aperturistas sostendrían la necesidad de determinar la curva existente entre bajas del PBI y muertes a largo largo plazo atribuibles a dicha merma.
En otros términos, se trataría de calcular a cuántas muertes concretas excedentes equivaldría tal o cual coeficiente de baja en el PBI.
Por último, los escépticos, (grupo 4) sostienen en cambio, quizás con atendibles razones, que resulta harto difícil sino imposible poder dirimir si sería mejor o peor haber aplicado o no la cuarentena.
Nótese que, en rigor, si estos individuos en lugar de ser analistas, teóricos o meros observadores de la realidad, fueran líderes que deben decidir, serían los únicos que realmente experimentarían un auténtico dilema entre decretar cuarentena a costo de perjuicios de la economía, o abrirla pensando en el bien de largo plazo, aunque a costa de soportar crudamente las consecuencias inmediatas de la pandemia.
La dimensión ética del hipotético dilema del coronavirus
Con independencia de lo anterior, con ánimo heurístico y a efectos de profundizar nuestro objeto de estudio, asumamos provisoriamente que el dilema del coronavirus fuera real. Es decir: preservar la vida o preservar la economía. Surge entonces la pregunta obligada ¿Que significaría eso concretamente? O, en términos más crudos o realistas: ¿Qué vidas deberían prioritariamente ser salvadas: las que ahora están concretamente amenazas por el coronavirus o las que quedarían teóricamente amenazadas por las consecuencias económicas derivadas de atender a lo primero?
Expresado de ese modo el asunto remite al clásico dilema ético del tranvía y sus variantes.
Recordemos entonces su formulación inicial propuesta por Philippa Foot:
El dilema del tranvía
“Un tranvía corre fuera de control por una vía. En su camino se hallan cinco personas atadas a la vía por un
filósofo malvado. Afortunadamente, es posible accionar un botón que encaminará al tranvía por una vía
diferente. Por desgracia, hay otra persona atada a ésta. ¿Debería pulsarse el botón?”
Ilustración del dilema del tranvía en su versión original. Fuente: https://muhimu.es/diversidad/dilema-tranvia-significado
Mayoritariamente, las personas responden que pulsarían el botón evidenciando acaso que se comportarían como simples utilitaristas éticos: al fin y al cabo salvar cinco vidas parece mejor que sacrificar una.
No obstante, ahora sobreviene una variante más enrevesada:
“Como antes, un tranvía descontrolado se dirige hacia cinco personas. Un sujeto situado sobre un puente sobre la vía podría detener el paso del tren lanzando un gran peso delante del mismo.
Mientras esto sucede, al lado del sujeto sólo se halla un hombre muy gordo. De este modo, la única manera de parar el tren es empujar al hombre gordo desde el puente hacia la vía, acabando con su vida para salvar otras cinco. ¿Qué debería ahora hacer el sujeto?”
Ilustración del dilema del tranvía en su primer variante. Fuente: https://muhimu.es/diversidad/dilema-tranviasignificado
En este caso la respuesta mayoritaria se invierte: la mayoría de los respondientes se negarían a empujar al sujeto.
Si bien el resultado es contundente, no ocurre lo mismo con las interpretaciones: podría ser que nos neguemos a tirar al hombre simplemente porque sola viola un principio moral al que adscribimos; podría ser que no queramos ser los agentes causales del homicidio benévolo acaso porque nos cueste tener que convivir con la culpa y el trauma de la mirada del hombre interrogándonos azoradamente ¿pero por qué me vas a matar?; podría ser que no terminamos de asumir la consigna y sospechemos que quizás sea el hombre quien nos termine tirando a nosotros, o quizás porque tememos no acertar el momento justo de la caída y, entonces, además de matar nosotros al hombre, igual termine el tren matando a los cinco pre condenados.
Aunque existen otras variantes para despejar algunas de esas incógnitas, lo cierto es que el dilema del tren como el del coronavirus remite al viejo dilema político y existencial entre principismo y consecuencialismo.
Recordemos que el consecuencialismo se inscribe entre las concepciones éticas que sostienen que la corrección o incorrección de nuestras acciones dependen de sus consecuencias.
Sin entrar en precisiones epistémicas digamos que el consecuencialismo es “primo hermano” del utilitarismo formulado por Jeremy Bentham, para quien una acción debe juzgarse en términos de la cantidad final aditiva de unidades de bien o de felicidad general que recaen sobre un colectivo social.
Recordemos también que al consecuencialismo puede oponérsele el principismo virtuoso, es decir aquella posición ética que sostiene que los principios morales deben ser indeclinables más allá de las consecuencias derivadas de su ejercicio. (La célebre frase de Leandro Alem “¡Que se rompa, pero que no se doble!” representa un claro ejemplo de principismo virtuoso).
¿Podrían los escépticos tener razón?: Experimentadores imaginarios omniscientes
Supongamos que el dilema entre economía y vida fuera real. Supongamos (más allá de lo discutible del asunto) que el consecuencialismo fuera una posición ética racional y a la vez virtuosa. Volvamos entonces a lo que a aquí nos convoca y preguntemos ¿Qué debería haberse hecho para actuar como un auténtico líder consecuencialista que velara por la mayor felicidad general para la sociedad incluyendo tanto el corto como el largo plazo?
Quizás el lector valore la tremenda asimetría entre la ampulosa pregunta y la austera y decepcionante respuesta que, a modo de tesis, se enuncia a continuación: Es imposible saber qué debería hacerse. Como en tantos órdenes de la vida social, solo podemos aspirar a las aproximaciones relativas fundadas en conjeturas razonables.
Aunque los experimentos controlados no constituyen el único método de la ciencia, ciertamente representan una alternativa óptima cuándo pueden razonablemente ser aplicados. Su fama se debe a una propiedad que resulta consubstancial: los experimentos científicos permiten aislar variables de modo controlado y realizar variaciones sistemáticas en pos de optimizar la explicación y predicción de los hechos.
Pero hay un pequeño problema: no siempre puede realizarse un experimento.
Sea por razones limitantes de hecho, por costos elevados o por reparos éticos, lo cierto es que muchas veces la ciencia debe renunciar a la lógica experimental para “conformarse” con la lógica de las correlaciones, de la observación o de la simulación teórica.
En rigor, el único modo incontrovertible de decidir el dilema entre vida y economía podría consistir en disponer de dos planetas Tierra con idénticas condiciones iniciales. En uno se 1 La célebre frase de Leandro Alem “¡Que se rompa, pero que no se doble!” representa un claro ejemplo de principismo virtuoso aplicaría la cuarentena y en otro no. Al cabo de cierto tiempo se mediría el índice de bien general derivado para cada caso y se respondería a la pregunta. (En síntesis, se trataría de realizar un experimento crucial para testear hipótesis tales como si el problema de coronavirus se resuelve mejor con una cuarentena forzada versus otro donde. a la larga,termina primando el principio de inmunidad del rebaño).
Pero habría un problema: comparar un planeta contra otro implicaría una muestra insignificante. Se necesitarían entonces digamos unos 200 planetas, la mitad tratados con cuarentena y economía cerrada y el resto sin cuarentena y con economía abierta. Entonces podríamos quizás dirimir la cuestión.
La anterior especulación probablemente suene como fantasiosa, inconducente y alejada de la ciencia real. Sin embargo, permite ejemplificar una vieja técnica epistemológica denominada experimento mental (Gedankenexperiment, en alemán) (Los experimentadores imaginarios omniscientes resultan herederos de una rica tradición científica y filosófica que se remonta a figuras de la talla de físicos como Galileo, Schrödinger y Einstein, matemáticos como David Hilbert y filósofos como Platón, John Searle, Richard Rorty y Hilary Putnam).
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Obviamente, los experimentos mentales no nos sirven per se para resolver problemas prácticos, aunque sí nos ayudan a comprender mejor la naturaleza de una situación y/o a pensar estrategias de investigación pasibles de realizarse.
Lo que el experimento mental nos invita a pensar es cómo funcionaría el mundo desde la óptica de un ser omnisciente que evaluara en un mismo acto simultaneidades espaciales y temporales. Quizás, por contraposición, desde esa mirada extrañada advirtamos mejor que tendemos a pensar los problemas desde la lógica de nuestras propias burbujas o laberintos mentales.
Dentro del laberinto podemos divisar apenas pequeños trazos, mientras que el mapa de las posibilidades nos queda vedado.
Adicionalmente, el experimento mental nos permite iluminar sobre parcelas de nuestros razonamientos que, en ausencia del mismo, suelen quedar inadvertidas.
Específicamente, la resolución del dilema en términos de priorizar el corto plazo y, por ende, realizar la cuarentena en tanto previsión del coronavirus, resulta coherente más allá de que en una realidad tan hipotética como inasible pudiera ser la peor.
Sucede que la opción 1 (hacer la cuarentena para evitar las muertes probablemente inminentes) resulta claramente asimétrica respecto de la opción 2 (no hacer la cuarentena para no dañar la economía y evitar así
probables males futuros derivados). La razón es sencilla y radica (a favor de realizar la cuarentena) en aspectos tan sencillos como la distinción entre el acto y la potencia, lo real y lo conjetural o lo inmediato y evidente versus lo mediato y difuso.
Parafraseando al conocido refrán popular “Más vale pájaro en mano que cien volando”, podría sintetizarse que decretar la cuarentena ahora para contrarrestar el evidente mal del coronavirus al presente, aun a riego de debilitar la economía a futuro, equivaldría a la sentencia: “Más vale evitar males graves y evidentes actuales que atender a males posibles, conjeturales y de gravedad indefinida a futuro”.
Dilemas y soluciones: el extraño ingenio de los “randomistas sociales”
Antes se hizo referencia a lo que aprendimos sobre el coronavirus. Es justo ampliar ese listado incluyendo todo lo que aprendimos sobre éxitos y fracasos en las estrategias adoptadas por diferentes países.
Las modernas técnicas de visualización de datos resueltas en los denominados mapas de calor permiten advertir lo que por otro lado nos cuentan los medios, a saber: en China arrancó la pandemia y luego de momentos álgidos se morigeró; en Corea del Sur el tecno control prematuro detuvo la propagación; en Italia y España el coronavirus hizo estragos; en el Reino Unido la primigenia estrategia inactiva basada en la hipótesis de la inmunidad del rebaño produjo efectos alarmantes; en Nueva York, producto de una inicial y megalómana negación del presidente Donald Trump, el asunto parecía descontrolarse, hasta que primó la estrategia del aislamiento social que atemperó la virulencia de la propagación; en Brasil, el presidente Jair Bolsonaro, a través de un acto de negación temeraria, desconoció la gravedad del problema y propendió a una inacción que derivó en un aumento dramático de la curva de contagios; en Argentina, en contraposición a la conducta de su par brasileño, la acertada decisión presidencial de Alberto Fernández al decretar prematuramente la cuarentena determinó un drástico aplanamiento de la curva de propagación, lo que actualmente permite calificar la situación como de control moderado; etc.
Lo que ilustra el párrafo anterior resulta más representativo del modo en que frecuentemente analizamos la realidad social y extraemos conclusiones. Observamos patrones sugerentes y en base a eso tendemos a sentenciar causalidades. Quizás sea el precio que debamos pagar por nuestros afanes epistemológicos y comunicacionales.
Necesitamos comprender qué sucede y que podría ocurrir y, además, propendemos a socializar nuestras creencias. Tales conductas aunque no resulten genuinamente científicas hacen a nuestra condición de sujetos sociales y, por ende, resultan adaptativas y saludables. Porque si optáramos por hablar solo en base a
pruebas científicas incontrovertibles acaso nuestro destino sería el de una parálisis de silencios.
De todos modos, entre el saber certero e imposible de una deidad omnisciente y el “saber” conjetural y acrítico de nuestras interpretaciones políticas, económicas y sociales cotidianas, quizás exista un abordaje intermedio, a la vez realista y a la vez científico. Nos referimos al denominado randomismo social.
“Randomismo social” es un nombre de fantasía para referirse a las denominadas pruebas controladas aleatorizadas (en inglés, randomized controlled trial, RCT) que representan un tipo de experimento científico orientado a conocer el efecto de un tratamiento médico o una acción social sobre una población.
Básicamente, se procede a aplicar de modo aleatorio un tratamiento a un grupo de individuos (grupo bajo tratamiento) mientras que sobre otro, no se aplica ninguna acción o cualquiera a modo de placebo (grupo de control o comparativo)
Como en los experimentos convencionales de laboratorio, la aleatorización permite que ambos grupos (tratamiento y control) posean una homogeneidad inicial que permita luego comparar resultados a efectos de determinar científicamente el impacto de un tratamiento o acción determinados.
Los randomistas sociales cobraron notoriedad luego de que la Academia Sueca otorgara el premio Nobel de economía 2019 a Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Michael Kremer por sus trabajos sobre los mejores modos de combatir la pobreza basados en pruebas controladas aleatorizadas.
Parecería entonces que el randomismo social permitiría contribuir a despejar de modo bastante fehaciente el antes referido dilema del coronavirus. En efecto, en teoría habría bastado con aplicar la cuarentana a un grupo aleatorio de la población mientras que en otro la vida seguiría de modo normal. Pero, el lector ya lo habrá advertido, eso tampoco sería posible.
Porque una vez más los impedimentos éticos, jurídicos y fácticos impedirían llevar ese esquema científico abstracto a la realidad.(Además, aun cuando se pudiera realizar el experimento sorteando las restricciones éticas, jurídicas y prácticas iniciales, los resultados serían decepcionantes porque, aun en el caso de que se probara la eficacia relativa de alguna de las dos opciones (cuarentena sí o no), ipso facto se pondría de manifiesto otra reserva ética: el grupo menos favorecido ya habría sido previamente condenado por la adversidad del azar determinada por los experimentadores).
No obstante, aún queda bastante a favor del randomismo social aplicado, lo cual se tratará próximamente en una segunda parte de este artículo, cuando se lo analice en tanto variante superadora y aplicable al problema del coronavirus.
Dilemas y sistemas
¿Pero entonces qué hacemos? La disciplina de la resolución de problemas permite aportar algunas nociones que ilustran cómo a pesar de las restricciones epistemológicas la acción humana puede resultar significativa y eficaz.
En principio, recordemos una clásica distinción sugerida por el premio Nobel Herbert Simon.
Este autor advertía que la racionalidad humana es limitada y, por ende, podemos resolver los problemas no por optimización (solución ideal) sino por satisfacción (solución aceptable).
Antes de considerar al pensamiento sistémico quizás baste una breve repaso de sabiduría popular.
Comencemos con aquello de que “Una mano lava la otra y ambas lavan la cara” Aunque el refrán refiera al valor de la solidaridad y la cooperación podemos también entenderlo como la matriz de un principio sistémico: hacemos algo que pareciera que difícil hacer (lavar una mano), ayudados por un factor externo (la otra mano) al que, a modo de bucle retroactivo, también le recae la acción (ambas se lavan). Y, amplificando, esa realización conjunta contribuye a un nuevo logro (lavar la cara) Pequeños bloques de acciones permiten avanzar coordinadamente hacia objetivos mayores.
Desde la sabiduría popular poética Leopoldo Marechal nos recuerda que “de todo laberinto se sale por arriba” Lo cual nos recuerda que los verdaderos líderes están acasos obligados a marcan un rumbo, a pesar de las incertidumbres. Mientas que los mitológicos Teseo y Ariadna con su hilo salvador nos sugieren que hasta en el laberinto más formidable puede bosquejarse una clave de salida.
La historia de la manta corta o larga nos vuelve a recordar con simpleza que quizás los dilemas reales no tienen solución.
Sin embargo, la psicología cognitiva nos propone la noción de sesgos cognitivos para aludir a las trampas del pensamiento autoimpuestas. Mi sesgo cognitivo favorito (para desarmarlo) es el de la falsa disyunción o falso dilema.
Ante los dilemas aparentes o falsos alguien nos advierte que tal vez pueda existir alguna diagonal. A veces solo se trata de disponerse a buscarla.
Adicionalmente, en la historia del lecho de Procusto, Teseo nos vuelve a revelar que siempre existe alguna estratagema para resolver los perversos dilemas.
Ironías de la “política chiquitaje”, la noción de gradualismo quedó injustamente asociada a los fracasos económicos del macrismo. Sin embargo, el gradualismo puede ser tanto un pecado de tibieza, un híbrido que “no es ni chicha ni limonada” o una excelsa expresión del equilibrio y la mesura. O de la inteligencia calibrada.
En “La Quinta disciplina”, un tratado clásico sobre inteligencia organizacional y pensamiento sistémico, Peter Senge, antes de introducir al estudio de los patrones sistémicos que nos determinan pero a los que no logramos hacer jugar a nuestro favor, nos recuerda la famosa frase de Arquímides “Dadme un punto de apoyo y moveré al mundo”.
Entre otros fenómenos Senge desarrolla el del círculo vicioso de degradación de las visiones compartidas (v. g. sueños o logros colectivos) para explicar por qué, a veces, somos capaces de dilapidar rápidamente lo que nos costó esfuerzo conseguir. La sabiduría popular nos recuerda que es más difícil mantenerse que llegar.
A su manera. Freud aludía a algo análogo cuando se refería a los que fracasan al triunfar. Un tío sabio supo decirlo con mayor elocuencia en referencia a alguien que llegó temprano al triunfo y entonces se relajó: “es tan peligroso llegar al triunfo antes de tiempo como llegar cansado y fuera de tiempo”
El conductor Mauro Viale le preguntó con un dejo de dramatismo al Ministro Ginés González García: ¿La cuarentana nos cansa o estamos cansados de la cuarentena? Extraño modo de plantear extrañas disyunciones.
En “Cómo hacer cosas con las palabras” el filósofo John Austin nos alecciona sobre la los actos de habla y la pragmática del lenguaje, para recordarnos que éste no es solo descriptivo sino que produce efectos y, por ende, instaura realidades.
El refrán popular nos alecciona: “Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe”
Salvando las infinitas distancias, Freud se refería a algo parecido cuando invocaba el principio de nirvana, en tanto tendencia entrópica a la degradación.
Durante la primera semana la cuarentena se cumplió casi a rajatabla. En la segunda algo se aflojó. En la tercera parecía que ya se estaba ensayando la próxima etapa.
Peter Senge nos explica cómo y por qué la lógica del círculo virtuoso se relaja y cede ante el círculo vicioso. Entonces comienzan a operar las fuerzas sistémicas del retorno al estado inicial.
Alcanzamos la visión, dudamos de la visión, relativizamos la visión y, silenciosamente, terminamos por destruirla.
Un vecino me dijo lo mismo de modo más simple: “Hace una semana la gente se lo tomaba en serio, hoy ya es un ¡viva la pepa!”
Nos guste o no, para los sistemas tributarios el asunto está claro: si no hubiera percepción de riesgo la gente no pagaría. Si la gente pierde el miedo a salir, la fuerza de la cuarentena se debilitará antes de finalizar exitosamente.
El célebre antropólogo Claude Lévi-Strauss lo había expresado con claridad: “Detrás de la lógica de lo tangible se esconde una lógica interna: la estructura”
Peter Senge nos insta a descubrir y a visualizar esos patrones sistémicos escondidos tras el orden manifiesto.
A veces se trata de cosas simples, aunque no por ello menos importantes. Sabíamos desde la cibernética de Norbert Wiener y desde el denominado modelo TOTE (Test, Operación, Test, Resultado) formulado por los psicólogos cognitivos Miller, Gallanter y Pribram, que los sistemas tienen la capacidad de autocorregirse para autodirigirse. Feedback, retroalimentación o retroacción expresan indistintamente la idea.
Sea que se trate de hablar y escuchar, de accionar un misil o del arte de gobernar, sabemos que al interior de un sistema existe un objetivo y un mecanismo de control capaz de corregir el rumbo cuando éste se desvía. No es casual que la palabra cibernética provenga del giego kybernetes, que significa “timonel”. Es decir: el arte de controlar el timón para asegurar el rumbo. Tampoco es casual que la palabra existente “cibernética” se asemeje tanto a la posible “Gobernética”, algo así como el arte de gobernar.
En el barrio, aprendimos a conocer aquel principio sistémico mientras jugábamos a encontrar el objeto escondido solo valiéndonos de las pistas de frío o caliente. No hablábamos de feedback negativo sino simplemente de ensayo y error.
De modo que Peter Senge en un paroxismo de simplicidad didáctica nos ilustra sobre las anomalías del feedback a través del ejemplo del agua de la ducha demasiado caliente o demasiado fría. A todos nos ocurre: cuando el agua sale demasiado caliente a veces corregimos en exceso hasta que encontramos el punto óptimo de calibración.
Demasiado sencillo quizás. Solo hasta que en el sistema de corrección es habitado por un de lay o retardo temporal cuya magnitud desconocemos.
El dramático “Ser o no ser” Hamletiano se expresa hoy en la pregunta de hierro para todo líder político, sea de Rusia o de Argentina: ¿Cuándo terminar la cuarentena y abrir la economía?
Interrogantes subsidiarios de otros que no resultan menores: ¿Cuánto debería abrirse? ¿Dónde? ¿Cómo?
Debemos al psicólogo Edward Thorndike esta sentencia “Todo lo que existe, existe en alguna medida”.
Aunque suene antipático para el “Frente de Todes” quizás el “quid” de la cuestión sea cuál es la intensidad o el gradualismo necesario que debería aplicarse para lograr un equilibrio aceptable entre vida y economía.
Antes que Peter Senge, el ingeniero informático Jay Forrester desarrolló la disciplina de “Dinámica de sistemas” definiéndola como una metodología para analizar y modelar el comportamiento temporal en entornos complejos. La dinámica de sistemas trata también de los conceptos de sistemas, patrón, retroacción y de lay. Pero quizás su aporte fundamental sea comprender a los sistemas complejos como eslabonamientos de stocks y flujos. Sustantivos y verbos. Objetos y procesos. Estados y transiciones.
Aunque suene a saber tecnocrático (¡Otra ironía política!), lo cierto es las estadísticas diarias de la pandemias así como las curvas que se aplanan a través del tiempo no son sino variaciones de stocks y flujos. Como ocurre en la economía.
Quien escribe estás líneas cuando era un joven profesor que explicaba teoría de sistemas con un software de simulación solía provocar a sus alumnos con esta frase: “Es muy fácil hablar de los sistemas para terminar diciendo que todo está conectado con todo: pero lo difícil es dibujarlos” Es decir, representar cuáles son los stocks, cuáles los flujos y cómo concretamente son las relaciones funcionales que los afectan o determinan. (Promesas de) Bosquejos de soluciones
Volviendo al punto de partida, recordemos que aquí no se trató de sentenciar soluciones sino de esbozar un mapa. No obstante, nada impide que en el mapa también se representen bosquejos de soluciones.
Aunque tal bosquejo quedará para una segunda parte del presente artículo, aquí podemos enumerar algunos de los tópicos a incluir:
Se explicará cómo la lógica del randomismo social puede resultar un elemento clave para calibrar qué niveles de apertura de la cuarentena resultan más adecuados.
Se sugerirá de qué modo las plataformas de inteligencia colectiva y colaborativa pueden aportar las piezas del puzzle que faltan para resolver el dilema entre salud y economía.
Se argumentará porque es necesario desarrollar de modo urgente la disciplina del benchmarking social aplicado a la pandemia del coronavirus.
Se argumentará porque es necesario identificar y apalancar áreas aparentemente simples pero de alto potencial para ayudar a resolver los problemas y dilemas del coronavirus.
Escribe para Cadena Nueve, Federico González