En 2016, Argentina experimentó la epidemia de dengue más grande de su historia, con un saldo de 11 muertos y más de 70.000 infectados. La gran mayoría fueron casos importados de Brasil -uno de los epicentros del brote y destino turístico predilecto de los argentinos- pero alrededor de 15.000 casos fueron autóctonos, una cifra récord dentro del territorio.
En aquel entonces, investigadores de CONICET de distintas disciplinas supieron predecir no solo el momento exacto en el que el brote alcanzaría su pico y hacia qué zonas se dirigía, sino lo desaconsejable que resultaba liberar mosquitos transgénicos al ambiente para reducir la población de Aedes aegypti, el vector responsable de trasmitir la enfermedad.
Para llegar a esas deducciones, se valieron del diseño de modelos matemáticos, una herramienta que conjuga el conocimiento de ciencias como la física, la biología y la matemática, y que, además, permite responder preguntas que no se habrían resuelto, o siquiera formulado, con la mirada de cada disciplina por separado.
El director del Grupo de Dinámica de Sistemas Complejos (FCEN-UBA) e investigador de CONICET, Hernán Solari, explica que abordar una epidemia como la del dengue con modelos matemáticos implica “traducir las observaciones sobre la naturaleza de los mosquitos, de la trasmisión de una enfermedad, de la población y de factores climáticos, a símbolos y relaciones de la matemática”.
Matemáticas que reflejan el caos
Según Solari, tratar de matematizar problemas complejos, en los que confluyen muchas variables con dinámicas imprevisibles, invita, por un lado, a “reconocer la propia ignorancia” y, por otro, a poner a prueba permanentemente las propias intuiciones con lo que se observa en el mundo real, en una ida y vuelta permanente.
Por ejemplo, cuando se trabajó con la epidemia de dengue, los investigadores ratificaron que ciertos modelos matemáticos pueden ser funcionales en lugares como el trópico, pero que, a pesar de tratarse del mismo vector y de la misma enfermedad, el brote puede tener una dinámica muy diferente en Buenos Aires o en otras regiones, por lo que requieren de parámetros muy contextuales para lograr predicciones comparables con la realidad.
En otras palabras, un modelo no puede usarse de igual manera aquí y allá por que puede producir una lectura errónea de las cosas, y la precaución es mayor cuando de esas mediciones surgen medidas de salud pública.
“Las hipótesis son susceptibles a errores, y por eso deben reajustarse todo el tiempo. De igual manera, los modelos deben estar sujetos a constante revisión: descansar en su capacidad de predecir es engañarse, es no entender la naturaleza provisoria de la ciencia”, subraya el investigador.
Incluso las certezas del plano de la biología pueden modificarse con el tiempo, y eso lo pudieron observar gracias a un estudio realizado en colaboración con Raúl Campos (CEPAVE-UNLP), en el que se detectó que los huevos de Aedes aegypti estaban desarrollando una adaptación a los días con escasas horas de luz, y eso podría colaborar con la supervivencia del mosquito en lugares con climas más fríos.
“En la práctica –sostiene Solari- Aedes aegypti no existe: porque lo que hace el mosquito en Buenos Aires es distinto de lo que hace en el norte del país, en Salta o en Misiones. Los modelos censan esas diferencias, por eso requieren precisiones a la hora de medir lo que hace determinada población”.
Un modus operandi
Tal como señala Solari, los modelos matemáticos formulados para brotes epidémicos, o para simular el curso de cualquier problema complejo, no se pueden extrapolar, pero sí pueden utilizarse como modus operandi para acceder al conocimiento de algo que, a priori, se desconoce.
En ese sentido y paradójicamente, los modelos aprovechan la característica “lógica y rígida” de la matemática para interpretar una realidad que, antes que rígida, regular y constante, es plástica, caótica e imprevisible.
“En el proceso matemático –reflexiona Solari- si el flujo de ‘verdad’ va para el lado en que uno lo espera, cuando encuentra un error, hay un flujo del ‘error’ hacia atrás que nos hace revisar lo que pensábamos acerca de la naturaleza, de cómo la estábamos concibiendo. Es esa rigidez de la matemática en transmitir la ‘verdad’ o el ‘error’ lo que nos hace repensar ciertas cosas, articular mejor lo que conocemos o ver influencias que no se tenían pensadas anteriormente”.
Hacia un conocimiento (in)disciplinado
Solari pondera la estrategia de los modelos matemáticos porque, también, habilita un pensamiento por fuera de los límites establecidos. “Normalmente, se nos enseña una doctrina, las consecuencias de esta doctrina, y como aplicarla a casos particulares. Con estas herramientas, lo que uno se empieza a preguntar es de dónde vienen las doctrinas: ese es el pensamiento crítico”, ejemplifica.
Así, redescubre un nicho que, con la segmentación moderna de las ciencias, quedó fuera de discusión. Es decir, que recupera la pregunta por los fundamentos de las ciencias –incluso de aquellas tan duras como la física- e intenta indagar “desde dónde vienen las cosas”.
“Cuando el conocimiento científico se secciona en disciplinas, a la matemática le dan la tarea de hacer las deducciones lógicas y el juicio analítico, y ya no se hace responsable de sus axiomas. Cuando uno integra estas cosas –el juicio analítico y la responsabilidad- uno empieza a ver que, en realidad, estamos aprendiendo y nunca terminaremos de aprender. La ciencia es siempre una cuestión transitoria”, concluye el investigador.
Para Cadena Nueve, Agencia CTyS-UNLaM