Mario Vargas Llosa murió este domingo en Lima, Perú, a los 89 años, los cuales había cumplido el pasado 28 de marzo. La noticia, marca el fin de una era en la literatura latinoamericana. Con su partida se apaga la última estrella viva del llamado boom latinoamericano, ese movimiento que transformó para siempre el mapa de las letras en español y ubicó a América Latina en el centro de la narrativa universal.
Narrador lúcido, intelectual provocador, amante apasionado de la literatura y del debate público, Vargas Llosa fue una figura compleja e imprescindible. Su obra, vasta y diversa, desbordó géneros, fronteras y épocas. Su legado va más allá de los libros que firmó: es también el de una vida consagrada al arte de contar historias, al pensamiento libre y al ejercicio crítico, incluso cuando eso lo enfrentó con sus pares o con sus propios lectores.
Un escritor sin banderas
Vargas Llosa sobrevivió no solo a su generación, sino también a los admiradores y criticos políticos, a los prejuicios ideológicos y a las modas intelectuales. Fue un joven escritor de izquierdas que se convirtió, con los años, en un defensor liberal de la democracia y crítico acérrimo del populismo latinoamericano. Esa evolución, que él asumió con coherencia, le ganó tantos detractores como admiradores.
Más allá de su controvertida figura pública —que incluyó su incursión en la política como candidato a la presidencia de Perú en 1990 y su vida mediática junto a la socialité Isabel Preysler—, siempre fue claro que su verdadero hogar estaba en los libros. En ellos desplegó su mirada filosa, su oído atento, su estilo depurado. En ellos, también, libró las batallas que más le importaban: las del lenguaje, la libertad, la imaginación y el poder.
Obras que marcaron época
Desde su primera novela, La ciudad y los perros (1962), hasta los ensayos de madurez como La civilización del espectáculo, Vargas Llosa construyó una obra monumental. Conversación en La Catedral —considerada por muchos su gran obra maestra— es uno de los hitos indiscutibles de la literatura en lengua española. Basta con evocar su frase inicial, ya parte del inconsciente colectivo: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
Otras novelas fundamentales son La casa verde, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo o El héroe discreto. En el ensayo brilló con títulos como La tentación de lo imposible (sobre Victor Hugo), La orgía perpetua (acerca de Flaubert), y El viaje a la ficción (dedicado a Onetti). También incursionó con éxito en el teatro.
El escritor que vivió para contar
A lo largo de su vida, Vargas Llosa defendió la ficción como una necesidad humana. “La literatura es fuego”, escribió una vez, y esa llama no se apagó ni en sus últimos años. En 2010, al recibir el Premio Nobel de Literatura, reivindicó el poder transformador de los libros: “Aprendí a leer a los cinco años y fue lo más importante que me ha pasado en la vida”.
Culto, elegante, encantador, transmitía en cada entrevista —en cada conversación— la pasión por la literatura. Era un caballero de la palabra, uno de esos pocos escritores capaces de pensar el mundo mientras lo narran, de emocionarse con una frase bien dicha, de vivir en y para las historias.
Un adiós que resuena en toda Iberoamérica
La noticia de su muerte genera una ola de homenajes en el mundo de la cultura. Vargas Llosa falleció el mismo día —13 de abril— que Eduardo Galeano, exactamente diez años después. Dos escritores en las antípodas ideológicas, que supieron respetarse y reconocerse, unidos por la coincidencia simbólica de su partida.
El año pasado, ya con la salud delicada, volvió al bar limeño que inspiró Conversación en La Catedral, acompañado por su hijo Álvaro. “55 años después, retorno al (ex) bar ‘La Catedral’, en busca de los fantasmas de Zavalita y el zambo Ambrosio”, escribió el hijo en redes sociales. Hoy, esa imagen cobra otra dimensión: la de una despedida silenciosa y profundamente literaria.
Mario Vargas Llosa no fue un quijote en fuga de la realidad. Vivió intensamente su tiempo, con todas sus contradicciones y polémicas. Pero como el hidalgo de Cervantes, creyó en el poder de la ficción para dar sentido a la vida. Y en ese viaje, fue —sin dudas— un caballero feliz.