Desde las primeras luces de la democracia en los años 80, la promesa de un futuro lleno de esperanza, prosperidad y democracia plena se fue transformando paulatinamente en una sensación de desencanto. En aquellos primeros momentos, la figura de Raúl Alfonsín como líder fundamental generó una gran expectativa, alimentando la ilusión de un cambio real.
Sin embargo, esa energía inicial, ese fervor democrático que brillaba con fuerza, ha ido perdiendo intensidad con el paso de las décadas, y hoy nos encontramos ante una realidad marcada por la creciente desconfianza en las instituciones.
Este proceso de desilusión no es accidental ni puntual.
A lo largo de estos cuarenta años, el sistema político ha sido incapaz de vivir a la altura de las expectativas de la ciudadanía.
Los mismos actores políticos que prometieron representar los ideales de un país democrático y justo, han sido los responsables de socavar esa promesa. La institucionalidad que se soñó el 30 de octubre de 1983, con la restauración de un orden democrático, nunca logró consolidarse completamente. En lugar de fortalecer las estructuras que deberían servir al pueblo, muchos dirigentes políticos han contribuido a minarlas, erosionando la confianza popular.
Uno de los pilares fundamentales de la democracia es el respeto a la investidura.
Este principio, tan esencial, es un reflejo del poder que el pueblo deposita en quienes ocupan cargos electivos. Ya sea el presidente, un gobernador, un intendente o un concejal, todos reciben una dignidad no por sus méritos personales, sino por la voluntad popular expresada a través del voto. La investidura no es un título vacío; es un símbolo de confianza, de poder legítimo, de un vínculo estrecho entre las instituciones y los ciudadanos.
Sin embargo, en los últimos años hemos presenciado cómo esa investidura ha sido constantemente socavada. Los actos y comportamientos de ciertos presidentes, gobernadores, jefes comunales y otros líderes políticos, han alimentado una espiral de desprestigio, no solo personal, sino institucional. La falta de coherencia en sus gestiones, las decisiones erráticas y, en muchos casos, las actitudes caprichosas e inmaduras, han contribuido al desgaste de las figuras de representación política, debilitando el sistema democrático mismo. La investidura, que debería ser un símbolo de seriedad y respeto, se ha transformado, para muchos, en un objeto de burla.
Este proceso no solo afecta a la persona en el cargo, sino que tiene repercusiones mucho más profundas. La falta de respeto hacia la investidura, en cualquiera de sus formas, deteriora la credibilidad de las instituciones democráticas y, con ello, socava la confianza pública. Cuando los gestos de desprecio y desdén se vuelven moneda corriente, se corre el riesgo de que las instituciones, ese marco fundamental de nuestra convivencia social, pierdan su legitimidad. Lo que está en juego no es solo la reputación de un mandatario, sino el propio funcionamiento del sistema político-institucional.
Es fundamental reconocer que, aunque muchos de los comportamientos que contribuyen a este desgaste provienen de líderes políticos, no se debe permitir que esto se convierta en una excusa para perpetuar una dinámica de confrontación destructiva.
El desprecio mutuo, la polarización extrema y la falta de voluntad para dialogar solo profundizan la crisis institucional.
Es imperativo que los actores políticos comprendan que sus comportamientos personales tienen efectos directos en la percepción pública de las instituciones. No se trata solo de evaluar la idoneidad del individuo que ocupa un cargo, sino de mantener un compromiso inquebrantable con la democracia, con el respeto por el sistema de representación y con el bienestar colectivo.
Si bien es cierto que la política argentina atraviesa momentos de profunda crisis, la solución no radica en la destrucción de las instituciones ni en el desprestigio de quienes las representan. Por el contrario, el país necesita reencontrarse con un respeto renovado por sus instituciones, que debe ir más allá de las personas que las ocupan en un momento dado. La falta de respeto a la investidura, ya sea presidencial, gubernamental o comunal, no puede justificarse bajo ninguna circunstancia, pues su consecuencia más grave es el debilitamiento de la democracia misma.
En este contexto, no debemos olvidar que la institucionalidad es mucho más que el ejercicio de una autoridad o la ocupación de un cargo. Es el conjunto de estructuras y normas que garantizan la convivencia democrática. El comportamiento impropio de quienes lideran esas instituciones no solo afecta a su imagen, sino que pone en riesgo la propia estabilidad y continuidad del sistema. Sin una institucionalidad sólida, el país podría entrar en una peligrosa espiral de deslegitimación que afectaría gravemente la representación política, social y económica.
Es, por tanto, responsabilidad de todos —gobernantes, opositores y ciudadanos— preservar el respeto por las instituciones, independientemente de las personas que las ocupen. Solo así podremos aspirar a recuperar lo poco que queda de confianza democrática. En tiempos de desprestigio político, es más necesario que nunca afirmar que la democracia, sus principios y la investidura son patrimonio de todos, y su respeto debe ser preservado como un bien común fundamental.