Hoy, 13 de diciembre, conmemoramos el asesinato de Manuel Dorrego, un acto cobarde que no solo fue una ejecución, sino un crimen brutal contra una idea, contra un sueño, contra una Argentina que pudo ser, pero que algunos decidieron cercenar. No fue un fusilamiento, como la historiografía oficial insisten en llamar, porque hablar de fusilamientos nos desvía de lo que realmente ocurrió: fue un asesinato, un crimen político llevado a cabo por aquellos que temían al poder del pueblo, que temían la fuerza de las provincias unidas bajo la bandera del federalismo. No fue una cuestión de contexto histórico, fue una cuestión de ideas. Y esas ideas federales, ese amor por la libertad y la soberanía de cada rincón de nuestra tierra, fueron lo que le costó la vida a Dorrego.
El 13 de diciembre de 1828, la historia argentina cambió para siempre. La traición, la ambición de unos pocos, y las ansias de poder centralizado, arrasaron con la vida de un hombre que soñaba con una patria justa, libre y soberana. Manuel Dorrego, gobernador de la provincia de Buenos Ayres, fue ejecutado no por sus errores, sino por su firme convicción de que la soberanía residía en el pueblo y en las provincias. Sus ideas federales, su amor por la patria grande, fueron vistas como una amenaza por aquellos que soñaban con una Argentina sometida, concentrada, bajo el yugo de un poder central que despojaba a las provincias de su voz y su identidad.
Ese mismo poder, el que ordenó el asesinato de Dorrego, no solo mató a un hombre, sino que sentó un precedente criminal. El día siguiente de su muerte, se ordenó la persecución y aniquilación de los caudillos y gobernadores que compartieran esa visión: aquellos que creían en una comunidad nacional país basado en la igualdad de las partes y la autonomía de sus territorios. No fue una casualidad ni una simple coincidencia. Fue un plan, una estrategia política para erradicar la Doctrina Federal de nuestra historia, para callar la voz de aquellos que se alzaban contra la imposición de un poder único, centralista, que desconocía la diversidad y las realidades de cada rincón de nuestra patria.
Y esto no terminó en 1828, no. En 1861, cuando la Confederación Argentina se unió al Estado de Buenos Aires, la misma historia se repitió, con la misma violencia, la misma traición. En ese momento, Bartolomé Mitre, uno de los artífices de la unificación, ordenó la muerte de los gobernadores y seguidores del federalismo. Para llevar a cabo su plan, no dudó en contratar mercenarios uruguayos, quienes cometieron los más horrendos crímenes que se puedan imaginar. No importaba la vida de nuestros hermanos; lo único que importaba era imponer una visión de país que dejara a las provincias a merced del poder central.
Hoy, al recordar la muerte de Dorrego, no solo debemos lamentar su trágico final, sino también aprender del sacrificio de aquellos que, como él, dieron todo por una patria libre, por un país en el que cada provincia tuviera la oportunidad de crecer, de soñar, de decidir su propio destino. El asesinato de Dorrego, y la posterior persecución de los caudillos federales, son un recordatorio de las luchas que aún tenemos por delante: la autonomía provincial y municipal, la justicia social, la solidaridad y la dignidad de todos los argentinos, solo serán alcanzadas cuando entendamos que el federalismo es la única forma de garantizar la verdadera libertad y justicia para todos.
Que el sacrificio de Dorrego y de tantos otros nos inspire a seguir luchando por una Argentina en la que cada provincia, cada pueblo, sea libre de decidir su futuro. No olvidemos nunca: la muerte de Dorrego no fue un hecho aislado, sino parte de una lucha que sigue viva en cada rincón de nuestra patria. ¡Viva el federalismo! ¡Derrotemos a los imberbes centralistas!
*Autor de ‘La Hora de tus Intendentes’