lunes, noviembre 25, 2024
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30 años del cuádruple femicidio: “Barreda tal vez nunca amó a nadie”

Hace tres décadas el odontólogo mató en La Plata a su mujer, las dos hijas y su suegra. Fue condenado a prisión perpetua y murió en libertad en mayo de 2020. La reconstrucción de su paso a la fama mediante la tragedia, por Facundo Anco para Cadena Nueve.

Triste, solitario y final

La acompañante le tapó el rostro con la sábana bordada y dio aviso a la supervisora. “Paro cardiorespiratorio”, decía la planilla de defunción de Ricardo Barreda, fechada el 25 de mayo de 2020, pasadas las 14 horas. El femicida y odontólogo platense tenía 83 años, en sus últimos días gozaba de libertad condicional y gracias a su cobertura médica tenía una cama en el geriátrico “Del Rosario” de José C. Paz.

Barreda pasaba sus horas mirando un televisor de 19 pulgadas sin control remoto, estaba en silla de ruedas y con una sonda en el regazo. Atado para que no se caiga. Pablo Marti, su biógrafo, era la única visita que tenía el viejo en ese establecimiento y en confianza le contó que su último deseo era ser cremado y que sus cenizas fueran esparcidas en la cancha de Estudiantes de La Plata.

Daniel Otero, propietario del hogar de ancianos, explicó a Télam que el odontólogo “a veces tenía pantallazos”, recordaba tener una casona en el centro de La Plata, lugar dónde cometió el cuádruple femicidio. Por otra parte, Marti afirmó que Ricaro nunca olvidó sus crímenes y en alguna ocasión le consultó si pensó en quitarse la vida, Barreda respondió que no.

Los restos del femicida fueron trasladados a una morgue de la zona y no tuvo velatorio.

Crimen, punto cero

Gladys McDonald, la esposa del odontólogo, estaba haciendo la sobremesa con sus hijas y Elena Arreche, su madre. Barreda estaba arriba, sentado en su cama pensó una excusa para bajar y no generar disputas con su presencia. Podía pasar el plumero en el techo de la entrada, llena de bichos atrapados, si no, cortar y atar un poco las puntas de la parra que le están jorobando.

Cansado de pensar y quedarse encerrado, bajó. “Voy a sacar primero las telas de araña de la entrada, que es lo que más se ve”, recordó que le dijo a su mujer en la declaración. Gladys estaba sola cuando el odontólogo se asomó por la puerta.

—Mejor que vayas a hacer eso. Andá a limpiar que los trabajos de ‘conchita’ son los que mejor te quedan, es para lo que más servís —No era la primera vez que le decían así, ese diminutivo femenino que sonaba tan gracioso y tan violento, lo había escuchado muchas veces. Pero en esta ocasión fue diferente.

—El ‘conchita’ no va a limpiar nada la entrada —respondió. Sintió una especie de rebeldía, se le viró el bocho—. El conchita va a atar la parra—remató y se fue callado la boca al garage. La mujer de 57 años le agitó la mano en el aire.

Ricardo entró al garaje, entre una biblioteca y la puerta, encontró la escopeta parada, opaca. La Víctor Sarrasqueta calibre 16,5, regalo de su suegra, con la cámara cargada y la caja de cartuchos al alcancé de la mano. “Y ahí, bueno, fue extraño. Sentí como una fuerza que me impulsaba a tomarla”, dirá en su testimonio.

La tomó, fue hasta la cocina. Donde estaba Gladys, estaba Adriana la hija menor, pero no importó, el arma ya estaba cargada.

—¡Cuidado, está loco! —alcanzó a gritar la abogada de 24 años antes de recibir el disparo. Nahuel, el perro de la familia, corrió hacia el patio. El caño giró en dirección de Gladys que se atajó con las manos y ¡PUM!

Ricardo giró hacía las escaleras y se encontró con la mujer de 86 años que hacía varios años puso a las mujeres de la familia Barreda en su contra. La señora no vió los cuerpos, pero apareció tomándose el pecho cuando recibió la bala. “¡Qué hacés, hijo de puta!”, le gritó su hija mayor, Cecilia de 26 años. El dentista saltó por encima de la abuela caída y sin miramientos volvió a disparar a tres metros de distancia.

Dio unos pasos silenciosos hasta el living, del caño de la escopeta salió humo y la baranda a pólvora inundó todo el caserío. Ricardo Barreda se sentó en el sillón y se abrazó al arma, recibió en el pecho el calor de la Víctor Sarrasqueta. Se sintió aliviado, refirió en su declaración, como si se hubiera sacado un peso de encima.

“Acá hubo un asalto, yo me fui a pescar”

Desordenó la casa de calle 48 entre 11 y 12, recogió con cuidado los 8 cartuchos e intentó fingir asalto con un desenlace trágico. Arriba de su Ford Falcon verde se dirigió a un arroyo cerca de Punta Lara donde arrojó la escopeta, a los cartuchos los tiró en una boca de tormenta.

Hizo tiempo en un zoológico observando las jirafas y los elefantes y, más tarde, se encontró con su amante Hilda Bono, una mujer de su misma edad y, también, con dos hijas. Juntos se encerraron en un hotel alojamiento en Magdalena. Cuando terminaron fueron a comer pizza y tomar una cerveza.

Ricardo volvió solo a la casa, era de noche. Simuló hacerse el sorprendido con la escena del crimen y llamó a la comisaría “Volví a mi casa de pescar y me encontré con cuatro bultos”, dijo en un tono monótono ,“acá hubo un asalto”. Cuando el personal policial revisó el lugar, Barreda prendió un cigarrillo y señaló con el dedo los cadáveres de sus familiares.

Todos los ambientes estaban dados vueltas, lo llamativo para el perito era que el cuarto del odontólogo no había sido tocado. El subcomisario Ángel Petti se convenció de que la historia de Ricardo Barreda era otra, vió la cama armada con la ropa doblada y pidió al dentista que lo acompañara hasta la Comisaría 1ª.

En su despacho personal Petti hizo sentar a Ricardo Barreda y le entregó el Código Penal. Le señaló el artículo que establece la imputabilidad o no de una persona y si comprendió la criminalidad de sus actos” y lo dejó solo. “Así que una vez hizo un curso de criminología”, le dijo el subcomisario por detrás, Barreda no desmintió saber algo en esa materia. Ángel Petti cerró la puerta.

—¿Cómo lo sabe? —dijo el dentista.

—No importa. La cuestión es que lo sé. Y también sé que practicó tiro contra un árbol —respondió el subcomisario que ahora estaba frente a Barreda.

—Dígame quién se lo dijo.

—Se lo digo con una condición —dijo Petti apoyándose en el escritorio.

—¿Cuál? —preguntó Ricardo escondiendo las manos.

—Que usted me diga dónde está la escopeta con la que mató a su familia.

—La tiré en Punta Lara.

—Ok, levántese. Vamos para ahí.

¿Barreda, loco?

Barreda volvió a confesar su culpabilidad tres años más tarde, ante los jueces Carlos Hortel, Pedro Soria y María Celia Rosentock, en la Cámara III de la ciudad de La Plata. La defensa del femicida intentó declararlo inimputable aduciendo un trastorno maníaco depresivo, sumado a una hipomanía, con picos de irritabilidad, y un desarrollo delirante donde reivindicaba su crimen.

Miguel Maldonado, uno de los peritos de Ricardo Barreda, recordó que él no estaba contento con sus peritos y la estretegia, “nosotros habíamos adherido y ampliado la posición del perito oficial que había dicho ‘Barreda estuvo, está y estará loco”. El odontólogo con un sobretodo gris y corbata marrón decía que no, que de ninguna manera aceptaba que lo calificaran de loco.

El perito dialogó con los abogados defensores, juntos intentaron convencer a Ricardo antes del juicio. “En el caso de haber sido declarado inimputable”, explicó Maldonado, “hubiera ido a un centro psiquiátrico durante unos años”, pero el odontólogo y femicida no aceptó esos términos.

En el juicio Ricardo Barreda dio su visión personal de los hechos.

—Si yo fuera un juez, me declararía inocente —dijo con el dedo al aire—. De Barreda diría que es un hombre inocente, que aguantó y dio hasta que no pudo más.

Los jueces lo condenaron a prisión perpetua y por homicidio simple contra su suegra y por los homicidios agravados por el vínculo en relación a la muerte de su esposa y sus dos hijas. María Rosentock, única mujer del tribunal, votó en disidencia porque para ella Ricardo Barreda estaba loco, no era responsable de sus crímenes, y necesitaba tratamiento psiquiátrico.

Liberación para la opresión

En el año 2008, Ricardo Barreda obtiene la prisión domiciliaria. La Sala I de la Cámara de Apelaciones le otorga ese beneficio y él se muda a Tigre con Berta André, una docente que conoció en prisión. Para ese momento el odontólogo confesó sentirse arrepentido por los femicidios que cometió, “sobre todo lo siento por mi hija más chica (Adriana), que fue a la que menos le di y de la que más recibí”, declaró.

En mayo de ese año la justicia lo libera al considerar su condena cumplida. El odontólogo ya tenía más de 70 años. Junto a “Pochi” André se mudaron a un departamento de Belgrano. En el libro ‘Conchita: Ricardo Barreda, el hombre que no amaba a las mujeres’, el periodista Rodolfo Palacios relató esa malsana convivencia entre la docente jubilada y de corazón bondadoso y Ricardo Barreda.

El autor asistió a más de una cena y sobremesa de ese concubinato y notó la violencia simbólica y verbal que sufría Berta. Si al odontólogo sus mujeres -hijas, mujer y suegra- lo  degradaron llamándolo ‘conchita’, él llamó a Berta con el peor apelativo que puede endilgarse a una mujer: ‘chochán’, explica Palacios en su libro.

—Yo me movilizo más —dijo Barreda consultado por las actividades que realizaba con su pareja—. Voy para tal lado y le digo:  “¿Gorda, querés venir?”. Y ella nada. Salgo a otro lado y le pregunto: “¿Gorda, querés  acompañarme?”. Y ella nada. “Hasta luego”, le digo, y cierro la puerta. “¿Querés venir a La Rural?”. “No”, me dice. “Ya la vi muchas veces con la escuela y me cansó”. “¡Liiistooo!  Voy solo. Chau, hasta pronto”. Pim, pum, pam, a otra cosa mariposa. Y me voy a ver las vacas a La Rural, como les digo yo. Yo tenía ganas de ir y todo el tiempo que estuve guardado no pude.

Rodolfo Palacios reconocía el ambiente que se cocinaba diariamente.

—Se los ve bien —dijo Palacios para sacarle conversación.

—Psee —respondió Barreda cruzado de brazo.

—Están enamorados y juntos.

—Psee —el odontólogo seguía de brazos cruzados cuando arrugó la frente.

—¿Sí?

—Psee.

Barreda la veía como un cerdo y exteriorizaba esos pensamientos sin miramientos. Ricardo le confesó al periodista entre mates y cervezas que él quería una modelito. André tenía sobrepeso y no se cuidaba, eso al odontólogo lo volvía loco.

Para los  psicólogos “Pochi” sufría de enclitofilia, una “atracción” que sienten las mujeres por los asesinos. Palacios dirá que es “una atracción por el mal”. Barreda no lo sabía pero ella sería su última pareja.

La condena social será tu cárcel y nunca saldrás

Sus últimos años los pasó sumido en la pobreza, en la total pobreza. Sin un lugar donde caer muerto habitó los pasillos del Hospital General Villegas de Pacheco. Con un aspecto deteriorado usaba otro nombre, Alberto Navarro. Tenía un problema en la próstata y decía que no tenía parientes, lo habían abandonado. Cuando llegó trató mal a una enfermera.

En 2016 llegó a ocupar un cuarto en una pensión de calle San Martín, donde varias veces el dueño lo intimó, a punto de a echarlo. Barreda siempre comía en la misma fonda de la zona y en la calle la gente lo aboradaba para pedirle fotos. Dos años más tarde, una cronista de Telefé Noticias lo encontró en ese barrio.

—Barreda ¿Qué hará con la casa de La Plata, en la que mató a toda su familia y de la cual le pertenece un 50 por ciento?—interrogó la periodista cuando le apuntó con el micrófono.

—Cuidado porque te voy a empujar —contestó Ricardo Barreda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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