lunes, noviembre 25, 2024
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Historias perdidas que merecen ser recordadas

En momentos que el mundo vive horas solidarias, a un pueblo canadiense se lo sigue mostrando por su gesto de ayuda humana

Los buses escolares fueron usados para traslado de los pasajeros desde el aeropuerto hacia el centro de la ciudad

El prójimo´´ dijo Jesús, es el vecino inmediato y enseñó a ayudar al necesitado en un gesto de hermandad.

Esta prédica pocas veces se observa claramente con comportamientos en grupo. Esa asistencia al necesitado suele ser más solitaria.

Estados Unidos. 11 de septiembre de 2001. El mundo se conmovió. Terroristas islámicos secuestran y estrellan cuatro aviones de pasajeros. Dos impactan en las denominadas ‘Torres Gemelas’, símbolo de la libertad y miles de muertos. Estados Unidos cierra su espacio aéreo. Cientos de vuelos intercontinentales no pueden llegar a su destino y se derivan a Canadá. Fue la operación denominada “Yellow Ribbon” -Cinta Amarilla- .

Más de 500 vuelos trasatlánticos y 90 transpacíficos estaban en el aire en el momento del cierre. 238 de ellos habían superado el punto de no retorno y no podían regresar a Europa. Sólo tenían una opción: aterrizar en Canadá.

Las autoridades aéreas de Canadá se encontraron con casi 250 aviones de fuselaje ancho que debían aterrizar, de ser posible, lejos de las grandes ciudades, porque ellas también podían ser objetivos terroristas.

No sólo se trataba de hacerlos aterrizar: ningún avión podía despegar después, puesto que el espacio aéreo canadiense también se había cerrado para todos los aviones civiles antes de la hora de comer.

Había que hacerse cargo de toda esa gente: más de cuarenta mil pasajeros.

Se decidió que los aeropuertos de Halifax y Gander recibieran la mayoría de los vuelos trasatlánticos. 47 llegaron a la ciudad de Halifax, capital de Nueva Escocia; 38 a Gander. Halifax es una ciudad de 400.000 habitantes, pero Gander ni siquiera llegaba a los 10.000.

Gander tenía un aeropuerto internacional capaz de recibir aviones de fuselaje ancho porque fue parada obligada para recargar combustible de los vuelos desde Europa hasta los años setenta, cuando los aviones tenían menos autonomía. Pero en 2001 era un aeropuerto regional pequeñito..

Pero entonces sucedió lo que sucedió y Gander se convirtió en el destino obligado de docenas de aviones.

38 aviones de fuselaje ancho, incluidos varios Boeing 747 más grandes que la propia terminal, aterrizaron en Gander en las seis horas posteriores al cierre del espacio aéreo estadounidense. Seis mil setecientas personas aterrizaron en un pueblo de diez mil habitantes.

El número total de habitaciones de hotel disponibles en Gander y en setenta y cinco kilómetros a la redonda no llegaba a 500. Faltaban unas tres mil habitaciones, más o menos.
Las autoridades, desbordadas por la situación, pidieron ayuda por la radio. Y la recibieron: miles de personas de Gander y de todos los pueblos de alrededor dejaron todo lo que estaban haciendo y se lanzaron a ayudar.

El impacto emocional de las imágenes de las Torres Gemelas cayendo había sido tan devastador que cuando la población recibió la noticia de que había víctimas colaterales de los atentados esperando a ser ayudadas, no tuvieron la menor duda de qué hacer.

En los aviones la situación era dramática. No sólo habían aterrizado en un pueblo en mitad de la nada de la isla de Terranova, sino que en muchos casos ni siquiera sabían por qué. Y peor aún: no podían bajar de los aviones, ni pudieron hacerlo durante más de 24 horas.

Cuando bajaron, agotados física y mentalmente, recibieron además la noticia de que tendrían que permanecer al menos 48 horas más en aquel lugar, hasta que el espacio aéreo se abriera de nuevo.
El panorama era muy oscuro. Hasta que llegó la gente de Gander.

La gente del avión (“plane people”, en palabras de los habitantes de Gander) no tenía nada. Su equipaje estaba en el avión y allí seguiría. Dos días de tensión y terror sin ducharse, y ni siquiera batería en el celular. Eran, básicamente, unos refugiados

Y entonces llegó la gente de Gander. Mil familias abrieron sus casas para acoger a más de tres mil personas, a las que además surtieron de todo lo necesario.

Varios miles de personas más donaron ropa, productos de higiene personal, comida o pañales tras la petición de una estación de radio.
La compañía de teléfonos instaló dos docenas de aparatos gratuítos para que los desesperados pasajeros pudieran hablar con sus familias. Los colegios cerraron para habilitar sus instalaciones como dormitorios.

Cientos de personas llegaron desde todos los pueblos de la región cargadas con bocadillos preparados por ellos mismos, comida precocinada, botellas de agua y todo lo que se les ocurrió que podría hacerles falta a la gente de los aviones.

Las necesidades básicas de los refugiados de los aviones fueron cubiertas por ciudadanos y comerciantes locales. Pero no se quedaron ahí. Los primeros pasajeros tardaron tres días en marcharse. En esos tres días sus anfitriones hicieron que se sintieran como en casa.

Se llevaron a sus invitados de excursión a conocer la isla de Terranova, les acompañaron a la iglesia, les ayudaron a comunicarse con sus seres queridos y trataron como si fueran uno más de la familia a perfectos desconocidos, a los que quizás nunca volverían a ver.

Enfermeros y médicos se presentaron voluntarios para cuidar de las mujeres embarazadas. Se buscaron intérpretes par los pasajeros que no sabían inglés.

Cuando los pasajeros volvieron a sus aviones una vez abierto el espacio aéreo se contaban unos a otros sus experiencias como si estuvieran hablando de unas vacaciones.

Amistades eternas se forjaron en aquellos días en los que una ciudad se volcó con miles de desconocidos. En agradecimiento, uno de los pasajeros abrió un fondo para pagar la universidad de los estudiantes de Gander. Esperaba recaudar miles de dólares. ¡Recaudó millón y medio de dólares procedentes de los agradecidos pasajeros!

Gander se ganó un hueco en la historia, pero sobre todo en los corazones de todos aquellos desplazados que se vieron atrapados por la sinrazón terrorista en un pueblo a miles de kilómetros de sus casas.

Gander, esos día, fue un símbolo del bien.

Entre el 14 y 15 de septiembre la operación “Cinta Amarilla” (Yellow Ribbon Operation), como se había denominado a la orden de desviar los aviones hacia Canadá, se dio por finalizada y las aeronaves comenzaron el proceso de retomar su camino.

“Fue un reto para nosotros, porque la mayoría de las aeronaves estaban estacionadas en la pista, pero de forma ordenada logramos crear un sistema para que todos los aviones salieran sin problemas”, explicó Higgs.

En pocas horas el pueblo se vació y de nuevo regresó al curso habitual de sus días. Pero todos sabían que algo extraordinario había pasado.

Y con el tiempo la hospitalidad de los habitantes de Gander se convirtió en leyenda, y tema de la película “Diverted” (“Desviados”), estrenada en 2009.

En meses de Coronavirus, donde la solidaridad aflora, esta historia convoca a pensar que en post pandemia las ciudades deben prepararse para lo impensado de tal manera que hechos sorpresivos encuentren a los pueblos con conocimientos básicos sobre, cómo actuar.

Gander tenía alojamiento para 500 personas. Muchos tuvieron que dormir en iglesias y colegios
Los niños que cumplían años por esos días, se les celebró una fiesta con tortas cocinadas por los vecinos de Gander
USA-Torres Gemelas ante el atentado del 11/09/01

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