El reloj comienza a correr, un rebaño de animales avanza al igual que los trabajadores salen de cada día de la boca del subte. Filas de hombres se dirigen a las fábricas a trabajar con la mirada atenta de los empresarios para que nada escape de control. Chaplin, el protagonista de Tiempos Modernos, es parte de un engranaje donde no es posible producir sin el elemento humano. Así, en 1922, la película da comienzo a la representación humorística pero desesperada de la clase obrera en medio de la Gran Depresión.
En la actualidad, el gobierno argentino tiene en marcha la reforma laboral que altera las condiciones de los trabajadores. Estableció por DNU una reforma en la ley de ART, interponiendo otra instancia administrativa para retrasar el alcance a los tribunales judiciales que deben garantizar el principio protector. Para las próximas paritarias se fijó un techo del 18 por ciento con el argumento de una desaceleración de la inflación –aunque el año pasado haya superado el 40 por ciento-. Se firmó un acuerdo que reduce los derechos de los obreros del yacimiento de Vaca Muerta. A principios del 2016 el gobierno vetó la Ley Antidespidos que declaraba la emergencia ocupacional con el argumento de que la sanción de dicha norma “no acompaña el contexto actual”. Mientras tanto, el gobierno genera empleo ´chatarra´ a partir de convenios que permiten la incorporación de trabajadores con salarios por debajo del mínimo, y desde los municipios se profundiza la contratación a través de cooperativistas que no adquieren sus derechos laborales. Dichas medidas constituyen “un cambio indispensable en las relaciones laborales”, adelantó el diario La Nación en una editorial publicada a mediados del año pasado, puesto que “la forma de incentivar y facilitar la demanda de trabajo es flexibilizar y facilitar la contratación”[1]
El estallido social en medio de la crisis del 2001 ha sido una muestra histórica de los fracasos de las reformas laborales marcadas por un profundo liberalismo que excusan que los beneficios sobre los costos de la contratación de trabajadores se traducen en un aumento de la productividad. El aumento de la productividad no debe darse a expensas de la precarización de las condiciones laborales, sino en base a una política de promoción de la industria nacional, negociaciones con mercados internacionales, subsidio financiero a la producción, y programas destinados a la formación de mano de obra calificada. Sin embargo, la reforma legislativa que hoy se pretende reitera la reforma laboral que fue aprobada por el Congreso en el 2000, la que amplió el periodo de prueba y sin indemnización (algo muy experimentado por los jóvenes en el ingreso al mercado), permitió la reducción de las escalas salariales y la extensión de la jornada laboral, repartió el período de vacaciones, redujo el valor de las horas extra, aplicó la polifuncionalidad independientemente de la categoría del trabajador, posibilitó la eliminación de toda cláusula especial o adicional obtenida en convenios anteriores por los trabajadores, y disgregó la representación gremial puesto que las grandes empresas pudieron negociar convenios directamente con sus comisiones internas. A pesar de lo transcurrido, hoy volvemos hacia la misma dirección: la reducción de los costos de la mano de obra para las empresas internacionales, en tiempos donde Trump le pone barreras a la importación.
En estos términos, el trabajador queda reducido a un “costo de la producción” que nada tiene que ver con la búsqueda del desarrollo social. Sujetos “desechables” para Eduardo Galeano, “El poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las personas compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de lucha”.